Pataz, Perú. — Trece mineros fueron secuestrados y ejecutados por una banda criminal en el distrito de Pataz, región La Libertad. El hecho ha sacudido al país y expuesto el poder que ejercen las redes delictivas en zonas de minería ilegal.
Este grupo armado, con capacidad logística y territorial, no solo perpetró el crimen con brutalidad, sino que envió un mensaje claro: en Pataz, mandan ellos. Con prácticas que van del robo al secuestro y la extorsión, han tejido una red que controla pueblos enteros y desafía al Estado.
Respuesta del gobierno: toque de queda y despliegue militar
La presidenta Dina Boluarte reaccionó declarando el estado de emergencia en la zona. Se impuso toque de queda, se suspendió la minería informal y se anunció la instalación de una base militar para recuperar el control. “No es solo seguridad, es crimen organizado con poder, dinero y armas”, expresó un portavoz del gobierno.
Sin embargo, las críticas no tardaron. Días antes de que se confirmara la tragedia, el primer ministro Gustavo Adrianzén había minimizado las denuncias de secuestro. Ahora, diversas bancadas del Congreso impulsan una moción de censura en su contra por su falta de acción oportuna.
Falla del Estado y crecimiento del crimen rural
Para analistas de seguridad, el caso Pataz muestra cómo el crimen organizado se expande donde el Estado no llega. En zonas rurales, la ausencia de servicios, justicia y presencia policial ha dejado el terreno fértil para estas bandas.
Mientras los familiares de las víctimas exigen justicia, la opinión pública pide respuestas concretas. La masacre no solo enluta a una comunidad, sino que lanza una alerta nacional sobre los límites del poder estatal frente al crimen.